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aunqueseaceniza

y del mucho leer...

Bastardos

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Yet, Edmund was beloved.

Una sola frase en el lugar conveniente y toda la obra se da la vuelta y es necesario sentir piedad del inicuo y caer en la cuenta de que nos ha engañado y se ha engañado todo el tiempo al pensar que su móvil era la ambición.

Al final todo consiste en papá y mamá.

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Quítate ya los trajes

Quítate ya los trajes

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También un día en clase, insistiendo en un problema de decoro, se me ocurre que el primero que quiso volver al anónimo eterno del desnudo y ventilar la cuestión en pronombre fue don Duardos.

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Salir del Pryca, entrar en la Cultura y no dar ni las gracias

Lo que le escuece a Echevarría es que Pérez Andújar haya ido con su avidez de niño curioso hasta los bolsillos de la cultura para introducir en ellos sus finos dedos de carterista literario y hurtar los juguetes de los elegidos: el fraseo de Gómez de la Serna, el lirismo de Francisco Umbral. Aunque no acaba ahí su pecado, no: porque la cultura se jacta de redimir a prodigios menesterosos, de asistir a alumnos aventajados con beca hacia el Parnaso. No: lo que sobre todo zahiere a Echevarría es que Pérez Andújar hurte los juguetes literarios de la alta, no para sentirse de los iniciados y agradecer su acogida en el reino del estatus cultural, sino para amancebar a Machado con el TBO en contubernio antinatura y desde ahí volver a su gente. Es políticamente insoportable que el beneficiado por la generosidad de la cultura democrática —¡pero si le dimos hasta estudios!— no rinda honores a los espacios literarios que le abren sus puertas cerrando él los ojos a todo lo que esos espacios excluyen. Que Pérez Andújar no traicione lo que sabe para optar a la palmadita en la espalda es in-to-le-ra-ble.

Y como cree el burgués que todos son de su mismo interés, el crítico acusa al novelista de estar explotando la marca registrada del rencor social para hacerse con un espacio en el Editorial System.

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Javier Pérez Andújar, Paseos con mi madre.

Teatro áureo, estrategias del oprimido

Se me ocurre en clase que el mundo de los pasos de Lope de Rueda es el reino de las microrresistencias, tal como las entiende Michel Foucault.

Habitantes de un país hambriento y miserable, los rufianes, los pícaros, las putas, los criados de Rueda salen cada día a la calle con el ingenio en ristre para sustraerle a la ley de la necesidad un corrusco de pan que temple el estómago. A la ley de la necesidad y a quien tenga menos afilado el instinto de supervivencia, que en la España del XVI no se civiliza en el trabajo, sino que despliega sus añagazas en los trabajos. Los muchos que los españoles deben tomarse para echar un trago, tentar un muslo o robarle media tarde de descanso al servicio del amo. Toda la inteligencia de un país se emplea así en los deseos más a ras de tierra, que cobran una calidad espiritual negada en la alta cultura: una milhoja, unas monedas, unos olivos son aspiraciones del alma tan apremiantes como la llama de amor que abrasa a los enamorados en la poesía neoplatónica. Las criaturas de Rueda sueñan comida, sueñan dinero, sueñan holganzas, con lo que otorgan a todas esas cosas un lugar en las alturas, como les sucede un siglo más tarde a los jamones y los pollos en los Cuatro labriegos de Velázquez.

Pero digo mal: hablaba de toda la inteligencia de un país, y en realidad se trata de toda la inteligencia de una clase social que ni siquiera tiene la conciencia de serlo. Y que tampoco dispone de un discurso revolucionario con que oponerse al absolutismo monárquico, al que se mostraría sinceramente leal de ser preguntada.  La conciencia también puede ser un artículo de lujo. No obstante, en los personajes de Rueda la vida resiste con furor por encima de fidelidades ideológicas. Es entonces cuando estas criaturas idean su estrategia para liberarse cotidianamente de un poder ejercido por los más próximos: los prójimos, cercanos y sin embargo mejor posicionados en la jerarquía social. Ante las órdenes del amo o frente al dueño de la taberna, el criado intenta el escaqueo fingiendo creerse ratón y el pícaro se escabulle dejando en prenda una espada. Obviamente, nada se modifica en el sistema que los oprime y que mañana exigirá una nueva treta; pero hoy y para ellos se ha abierto una pequeña brecha por la que respirar. 

Un siglo después, el ejercicio de las microrresistencias aparece incluso en la vida de las clases mejor acomodadas, porque allí las mujeres son un estrato sometido entre guardainfantes: qué otra cosa les queda a las damas de las comedias lopescas y calderonianas para escapar a la rigidez del código de honor que la traza, esa argucia que al final de la obra lo deja todo dentro del orden matrimonial pero que les permite a ellas, como mínimo, casarse con su elegido. Acudir aquí a Foucault permite lidiar mejor en ese callejón sin salida donde la crítica se ha visto al preguntarse con La viuda de Valencia o La dama duende en la mano si el teatro de Lope y Calderón suscribía el concepto de honra o lo ponía en solfa. Pues bien: quizá ni lo uno ni lo otro. Quizá ese teatro no es más ni menos que un testimonio del juego entre un sistema ideológico cuyo poder permanece inalterable y las resistencias domésticas que le oponen algunos individuos sin llegar a desarmarlo, pero creando una grieta en la que vivir con más holgura.

Olvidarse del propio nombre, hacerse la tonta, ir en busca del deseo a través de un mueble corredizo: microrresistencias en los siglos de oro como el agujero en el muro de Morelli, donde la ausencia de un pronombre en el discurso sobre lo imposible  —en el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay deja un espacio para que entre la luz.

Apuntes

Escojo San Camilo 1936 para el artículo de septiembre.

Nada más comenzar, ya encuentro motivos para el cabreo. La dedicatoria es infame. Claro, claro: nosotros fuimos siempre un Gregorio recién arrancado de la tierra, cual zanahoria de carne, con el barro todavía demasiado fresco como para no estar por encima de la historia. Nosotros fuimos puro cainismo telúrico, dónde va a parar, fuerza destructiva lanzada en estado natural contra la del propio vecino, qué sabíamos nosotros de la lucha de clases y del movimiento obrero, eso eran moderneces refitoleras de los europeos. ¡Y acto seguido, para corroborar semejante sesgadura, tiene la torpeza de mentar a Dios en vano!

Joder, otra vez he vuelto a meterme en camisa de once varas.

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Ficciones

Durante las clases sobre Onetti, señalo a los alumnos cómo a pesar de ser una novela exenta en la que el segundo nivel de ficción ya se da por supuesto (La vida breve se había publicado en 1950), algún que otro personaje de El astillero tiene sensaciones que implican ese otro nivel ficcional: una mañana, el doctor Díaz Grey despierta y se siente recién depositado en el día que comienza. (Once años antes, Brausen se jactaba de lo inadvertido que permanecía Díaz Grey, mirando el río, sin sospechar que él iba a colocar una mujer frente al doctor de un momento a otro.)

Los juegos de la narrativa contemporánea. Ja.

Paseando junto al Tormes recuerdo a ese Tomás Rodaja que duerme a sus orillas, depositado bajo un árbol al inicio de la narración que está por comenzar, sin sospechar el despertar inminente, sin conocer todavía la mano del criado que habrá de levantarlo a la historia que le espera.

De José Batlló

Ayer, en la pizarra a la entrada de la librería Taifa:
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LOS LIBROS TAMPOCO
HACEN MILAGROS
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Valverde

Deambulando por la exposición instalada en el vestíbulo de la Universidad, me entero de que José Mª Valverde, allá durante la postguerra, confeccionaba sus propias ediciones de los libros que no podía comprar. Miro el dibujo de sus letras en la portada del Romancero gitano (que él mismo pasó a máquina), entreveo los dedos en ese trabajo íntimo, doméstico, con la obra de otro; comprendo entonces que decidiese pasar los últimos meses de su vida anotando al margen su lectura de Kierkegaard.

Las gallinas del Licenciado

Las gallinas del Licenciado

Zurbarán, Naturaleza muerta con naranjas, limones y una rosa, c. 1633. Norton Simon Museum of Art, Pasadena (detalle).

Se abren los cuarterones de las ventanas en una habitación y de pronto las cosas más sencillas que en ella reposan --una bolsa de muaré, el cristal de las copas, el color tostado de unas yemas-- revelan un esplendor pequeño y tranquilo que silenciosamente se ofrece al mundo. Como si esas habitaciones en las que entra la luz fuesen una imagen de lo que la palabra puede albergar y cómo, aparecen en ellas los objetos desnudos y atenidos a sus líneas esenciales. Una callada presencia suficiente: las cosas recogidas con su secreto, pero sinceras y disponibles a la vista del que las quiera ver.

A vueltas con...

A vueltas con...

silencio 

Pensando en el final de Las gallinas del Licenciado, donde el comerciante de plumíferas dice que las cuentas que tocan al alma no son para "arabescos de escritores" ni para "escrituras de enredo y palabreo", pensando en cómo la novela de Jiménez Lozano propone, en las memorias cervantinas dictadas a un simple escribano, una palabra silenciosa y al margen del poder que recoja el secreto frágil de las cosas y las intimidades heridas ("es que hay seres así pisados en el mundo, Catalina"), recuerdo la voluntad de Pasavento de "captar el destello de la vida plena e inexpresable, no sofocada por el poder". Y se me ocurre entonces --ni que la idea fuese mía: véase Julia Kristeva-- que ahí está el problema del pseudo-Pynchon y de toda propuesta semejante: que no hay lenguaje al margen del poder (y menos cuando ese lenguaje se imprime por encargo de Anagrama o Seix-Barral), que toda poética --por subversiva que sea, o sobre todo cuanto más lo sea-- supone una forma de prestigo en un determinado círculo. Aunque ese círculo sea el de los malditos, o sobre todo cuando lo es.

Y tres

Es conveniente que la misma secreta ironía que recorre las páginas de Walser se aplique como criterio de lectura a Doctor Pasavento y a la consideración de su personaje; porque de otro modo, el conjunto es una visión complaciente del malditismo artístico, una vuelta de tuerca al más que manido nihilismo que postula el silencio pero que aprovecha todas las prerrogativas de la palabra.  O por lo menos corre el riesgo de ser interpretado de tal modo.  Porque lo malo es precisamente que no estoy segura de que las estrategias de la novela propicien siempre esa mirada irónica: en muchas ocasiones, las incoherencias, las travesuras para épater le bourgeois (que en realidad encantan a le bourgeois a causa de ese insoslayable mecanismo de asimilación por el que la clase media desustancia cualquier gesto irreverente y lo convierte en signo de estatus), los patéticos intentos de desmarcarse de la infame turba por parte del personaje narrador, todo eso, digo, parece más de una vez un programa realmente defendido.  Y entonces ya no es que el narrador quiera ser nadie (no habría voz y no habría novela si así fuera): es que quiere sentirse mejor que nadie.  Esgrimir el anhelo de anonimato como una prueba de superioridad moral convierte una metáfora de la creación literaria --entendida como búsqueda de un territorio liberado de lo público donde lo más auténtico del yo, o la verdad, o su “callejuela real, húmeda, oscura y estrecha” puedan aflorar-- en artificio para distinguirse aristocráticamente. 

 

Pero de distinguidos bohemios está la calle llena.  El programa de la vanguardia artística ha muerto de éxito indiscutible, y los doctores Pasavento pueblan hoy las facultades de Filología, de Filosofía o de Bellas Artes (el gesto de este pseudo-Pynchon en los lavabos del Lutetia se repite diariamente en las universidades, de modo que, si ese es el criterio creativo, no todo está perdido en este país, mi querido doctor).  Puedo dar fe, sin embargo, de que esas originales cabezas manejan con soltura inusitada el tópico al uso (siempre y cuando el tal convencionalismo derrame sobre ellos aroma de dadá), y de que sus vidas se sostienen sobre un sentido del cálculo, una habilidad social y una facilidad para el desapasionamiento respecto a lo que no conviene al tamaño de sus egos, que ya las quisiera para sí cualquier Diego Corrientes.  Resulta que hoy la gesticulación baudeleriana justifica toda una serie de miserables rutinas morales tan burguesas como aquellas que el dandysmo pretendió socavar.  Y yo ya estoy hartita de humo, qué quieren que les diga.

La novela se salvaría en la carcajada estrepitosa del novelista respecto a lo que dice su personaje.  Pero es que no se la oye más que con la boquita pequeña.  Como diría mi madre.
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Doctor Pasavento

Doctor Pasavento

Li Zhensheng, 1971 

Bueno. Está bien. Convengamos en que es hermosa la muerte de Walser en la nieve (el último micrograma en medio de una blancura afilada y fría).  Pero el mérito de eso es de Robert Walser, qué duda cabe.

Todo lo demás ya lo dijo Paul Valéry en cinco o seis líneas.

Así que ya me dirán.
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Pffff...

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¿Saben qué?  Que estoy hasta las narices del doctor Pasavento, el cual podría haber tenido la delicadeza de desaparecer antes de largar su verborrea neurótica en el condenado Moleskine. 
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O pianista

O pianista que gostava de tocar outro instrumento e sabe que não pode voltar a ter cinco anos e aprender clarinete ou violoncelo.  Que vê o piano como uma guilhotina.  E toca piano sublimemente.

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Pedro Paixão, Nos teus braços morreríamos
Lisboa, aLivros Cotovia, a19994 (1998), ap. 65.


Descubro con desolación que he perdido dos libros de
este hombre...

Michel

Michel

No hay cosa más reveladora cuando uno está leyendo El inmoralista que llegar al final del segundo capítulo de la segunda parte del libro y descubrir en el cuerpo de Marceline que Michel es un impostor de los más burdos.  Pues hasta ahora todo había sido hermosamente nietzscheano: la enfermedad como metáfora de la renovación, rito de paso tras el cual ha de nacer un hombre libre de los envaramientos impuestos por una cultura alejada de la vida; el deseo de intensificarla, de encontrarla nueva y más plena en todas aquellas facultades humanas que la civilización mantiene reprimidas; la defensa contra tendencias uniformadoras de la propia voz, de aquello que distingue a cada uno respecto a los demás y lo hace único.  O lo que el propio Michel llama "aquel esfuerzo a favor de la existencia". 

Pero al llegar al punto en que Marceline queda postrada por la tuberculosis que el propio Michel --no se olvide el precioso detalle-- le ha contagiado, ah señores, entonces ya no es la enfermedad el lugar de todas las potencialidades y los descubrimientos, no.  En Marceline no contempla Michel la posibilidad del mismo proceso renovador que ha tenido lugar en él, y desde su mirada aparece ella como "una cosa deteriorada", una depositaria del paso corrosivo del tiempo, comparable a todos esos objetos --los aguafuertes, las alfombras, las copas-- que manchados tras las fiestas de sociedad ponen de manifiesto "el horrible desgaste de las cosas". 

A partir de aquí, la inconsistencia de Michel se hace cada vez más irritante.  El que quería ir al encuentro de su libertad, el que en las sensaciones de su cuerpo daba voz al prodigio de la vida, acaba convertido en un descafeinado de sí mismo que ni come ni deja comer, que no termina de despojarse de lujos asiáticos por mucho que aspire al vagabundaje, bohemia de pacotilla y bolsillo lleno muy propia del yuppie metido a hippie.  Quien había querido intensificar la vida --ah esas emociones tan agudas que solo los fuertes pueden resistir-- se encuentra finalmente con las antenas del deseo insensibilizadas. 

Y en efecto, Michel solo puede disfrutar de lo intacto, es decir, de nada.  Todo lo atravesado por el tiempo es para él indigerible.  Cuando al volver a Biskra reencuentra a los niños que habían hecho sus delicias durante la primera estancia, Michel queda horrorizado: ahora son carniceros, exconvictos, lavaplatos; han engordado, les falta un ojo, son feos.  (Oh niñatito hipersensible: qué antiestético es tener estómago sin tener dinero).  A Michel, por supuesto, se le caen los palos del sombrajo: su incapacidad para no amar más que lo incontaminado, más que una superficie en la que no se reconoce historia alguna ni el valor de esa historia y de la persona que la carga consigo irremediablemente, es perfecta y terrible.  Y lo mejor del caso es que encima se justifica en un discurso de superioridad moral.  De nuevo la pista la ofrece Marceline, al señalarle a Michel las limitaciones de su teoría sobre el mundo: "Pero suprime a los débiles", le dice rozando la clave.  Y no, no es del todo así: no suprime a los débiles; les supone --como hace con ella-- la imposibilidad de ser fuertes, desprecia como debilidad todo aquello que no entiende (dudo mucho que la Sonechka de Dostoyevski pueda ser calificada de débil, y sin embargo estoy segura que tanto Nietzsche como Ménalque la tacharían de tal).  Aquí "débil" es el calificativo mediante el cual se le impone al otro la incapacidad de ejercer una libertad equiparable a la propia: es un modo de aristocratismo que para afirmarse necesita de la pretendida vulgaridad ajena.

Y no obstante, va a ser el aristócrata, el perseguidor de la dicha que los demás desconocen --pobres ovejas--, el que acabe sumido en un aburrimiento insoportable del que ni siquiera lo aliviaran sus exóticos escarceos sexuales.  Cuánto recuerda este Michel a sus excelsos descendientes, protagonistas de Las partículas elementales o Plataforma.  Cuánto acierta Houellebecq al someterlos a la mirada desmitificadora de lo grotesco y señalarlos como el fracaso del proyecto superhombre. 

 

Farrapos

Farrapos Foi assim
Que o tempo parou
Num lugar em mim
Que p’ra ti ficou

De Lénutchka nada voy a decir porque bien evidente es; pero como demuestra el trabajo que el narrador se toma para trasladar al delicado Dragón Feo de las siete cabezas musicales desde su isla hasta Villasanta de la Estrella, o como hace el obispo Sisnando al enterrar a doña Esclaramunda de Bendaña en el centro de un laberinto que bajo la catedral reproduce las formas de una confesión amorosa, en estos Fragmentos de Apocalipsis las palabras son el material con que se funda por amor al personaje un mundo sin el cual aquel no podría vivir, ni el narrador ofrendarle el tierno, irónico y absurdo refugio que ha construido con los restos de una Historia naufragada.

Hipersensibilidad

Hipersensibilidad Llevo cuatro años haciendo encaje de bolillos para elaborar alguna explicación coherente sobre la tortuosa deriva ideológica de Azorín, y ahora que se me acaba la beca descubro en un artículo de Joan Maragall ("Artículo sentimental", en el Brusi del 12 de marzo de 1903) que la única aproximación posible y rigurosa hay que hacerla por vía emotiva:

"Soy conservador porque detesto la inquietud y el ruido".

Hiperestesia y política. Yo no lo habría dicho mejor.

Y la luz se hizo

Y la luz se hizo Salvador Dalí, Raphaelesque Head Exploded. 1951, colección privada.

Es absolutamente fantástico --el clik mental siempre es milagrosamente nuevo y sorprendente cada vez que se produce-- cuando el crítico al que lees tiene suficiente aliento como para que su mirada sobre la poesía machadiana ilumine también el paisajismo de Azorín o la concepción temporal de cierto Valle. (Ha sucedido hoy a las 13:54 con Claudio Guillén y sus Teorías de la Historia Literaria.)

Él

Él Espino
© 2002 Gotolatin.com

Soy una perezosa del carajo y hoy descubro que no tengo perdón de Dios y que nunca, nunca, nunca, debí dejar mi lectura sistemática de Cernuda, mi niño ríspido del alma, mi deimon, mi exiliado en el deseo, mi conciencia de que toda plenitud está entreverada de amargura, mi poeta airado y la sombra en que afirmarme: No eches de menos un destino más fácil.

Sobre ínfulas intelectualistas

Posible respuesta al 12 de febrero de 2005: "la sabiduría es una opción del individuo, no una obligación colectiva" (de Josepa Vilurbina, única de la que he sacado algo en limpio con todo esto del CAP).