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aunqueseaceniza

Y tres

Es conveniente que la misma secreta ironía que recorre las páginas de Walser se aplique como criterio de lectura a Doctor Pasavento y a la consideración de su personaje; porque de otro modo, el conjunto es una visión complaciente del malditismo artístico, una vuelta de tuerca al más que manido nihilismo que postula el silencio pero que aprovecha todas las prerrogativas de la palabra.  O por lo menos corre el riesgo de ser interpretado de tal modo.  Porque lo malo es precisamente que no estoy segura de que las estrategias de la novela propicien siempre esa mirada irónica: en muchas ocasiones, las incoherencias, las travesuras para épater le bourgeois (que en realidad encantan a le bourgeois a causa de ese insoslayable mecanismo de asimilación por el que la clase media desustancia cualquier gesto irreverente y lo convierte en signo de estatus), los patéticos intentos de desmarcarse de la infame turba por parte del personaje narrador, todo eso, digo, parece más de una vez un programa realmente defendido.  Y entonces ya no es que el narrador quiera ser nadie (no habría voz y no habría novela si así fuera): es que quiere sentirse mejor que nadie.  Esgrimir el anhelo de anonimato como una prueba de superioridad moral convierte una metáfora de la creación literaria --entendida como búsqueda de un territorio liberado de lo público donde lo más auténtico del yo, o la verdad, o su “callejuela real, húmeda, oscura y estrecha” puedan aflorar-- en artificio para distinguirse aristocráticamente. 

 

Pero de distinguidos bohemios está la calle llena.  El programa de la vanguardia artística ha muerto de éxito indiscutible, y los doctores Pasavento pueblan hoy las facultades de Filología, de Filosofía o de Bellas Artes (el gesto de este pseudo-Pynchon en los lavabos del Lutetia se repite diariamente en las universidades, de modo que, si ese es el criterio creativo, no todo está perdido en este país, mi querido doctor).  Puedo dar fe, sin embargo, de que esas originales cabezas manejan con soltura inusitada el tópico al uso (siempre y cuando el tal convencionalismo derrame sobre ellos aroma de dadá), y de que sus vidas se sostienen sobre un sentido del cálculo, una habilidad social y una facilidad para el desapasionamiento respecto a lo que no conviene al tamaño de sus egos, que ya las quisiera para sí cualquier Diego Corrientes.  Resulta que hoy la gesticulación baudeleriana justifica toda una serie de miserables rutinas morales tan burguesas como aquellas que el dandysmo pretendió socavar.  Y yo ya estoy hartita de humo, qué quieren que les diga.

La novela se salvaría en la carcajada estrepitosa del novelista respecto a lo que dice su personaje.  Pero es que no se la oye más que con la boquita pequeña.  Como diría mi madre.
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