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Teatro áureo, estrategias del oprimido

Se me ocurre en clase que el mundo de los pasos de Lope de Rueda es el reino de las microrresistencias, tal como las entiende Michel Foucault.

Habitantes de un país hambriento y miserable, los rufianes, los pícaros, las putas, los criados de Rueda salen cada día a la calle con el ingenio en ristre para sustraerle a la ley de la necesidad un corrusco de pan que temple el estómago. A la ley de la necesidad y a quien tenga menos afilado el instinto de supervivencia, que en la España del XVI no se civiliza en el trabajo, sino que despliega sus añagazas en los trabajos. Los muchos que los españoles deben tomarse para echar un trago, tentar un muslo o robarle media tarde de descanso al servicio del amo. Toda la inteligencia de un país se emplea así en los deseos más a ras de tierra, que cobran una calidad espiritual negada en la alta cultura: una milhoja, unas monedas, unos olivos son aspiraciones del alma tan apremiantes como la llama de amor que abrasa a los enamorados en la poesía neoplatónica. Las criaturas de Rueda sueñan comida, sueñan dinero, sueñan holganzas, con lo que otorgan a todas esas cosas un lugar en las alturas, como les sucede un siglo más tarde a los jamones y los pollos en los Cuatro labriegos de Velázquez.

Pero digo mal: hablaba de toda la inteligencia de un país, y en realidad se trata de toda la inteligencia de una clase social que ni siquiera tiene la conciencia de serlo. Y que tampoco dispone de un discurso revolucionario con que oponerse al absolutismo monárquico, al que se mostraría sinceramente leal de ser preguntada.  La conciencia también puede ser un artículo de lujo. No obstante, en los personajes de Rueda la vida resiste con furor por encima de fidelidades ideológicas. Es entonces cuando estas criaturas idean su estrategia para liberarse cotidianamente de un poder ejercido por los más próximos: los prójimos, cercanos y sin embargo mejor posicionados en la jerarquía social. Ante las órdenes del amo o frente al dueño de la taberna, el criado intenta el escaqueo fingiendo creerse ratón y el pícaro se escabulle dejando en prenda una espada. Obviamente, nada se modifica en el sistema que los oprime y que mañana exigirá una nueva treta; pero hoy y para ellos se ha abierto una pequeña brecha por la que respirar. 

Un siglo después, el ejercicio de las microrresistencias aparece incluso en la vida de las clases mejor acomodadas, porque allí las mujeres son un estrato sometido entre guardainfantes: qué otra cosa les queda a las damas de las comedias lopescas y calderonianas para escapar a la rigidez del código de honor que la traza, esa argucia que al final de la obra lo deja todo dentro del orden matrimonial pero que les permite a ellas, como mínimo, casarse con su elegido. Acudir aquí a Foucault permite lidiar mejor en ese callejón sin salida donde la crítica se ha visto al preguntarse con La viuda de Valencia o La dama duende en la mano si el teatro de Lope y Calderón suscribía el concepto de honra o lo ponía en solfa. Pues bien: quizá ni lo uno ni lo otro. Quizá ese teatro no es más ni menos que un testimonio del juego entre un sistema ideológico cuyo poder permanece inalterable y las resistencias domésticas que le oponen algunos individuos sin llegar a desarmarlo, pero creando una grieta en la que vivir con más holgura.

Olvidarse del propio nombre, hacerse la tonta, ir en busca del deseo a través de un mueble corredizo: microrresistencias en los siglos de oro como el agujero en el muro de Morelli, donde la ausencia de un pronombre en el discurso sobre lo imposible  —en el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay deja un espacio para que entre la luz.

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