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Sueño

Sueño

Montserrat Gudiol, Maternidad, 1961 (fragmento)

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Sueño que acabo de tener una niña. Estoy descansando en mi cama y mi madre aparece con un carrito, porque se va a llevar de paseo a la recién nacida. Yo protesto: ni hablar, qué hace ella llevándose al parque a la niña, la niña es mía y quiero que me la dejen coger y que se quede conmigo. Entonces mi madre me pasa a la chiquilla desde los pies de la cama (por detrás de ella, un poco apartados, están O. y mi padre, observando la escena). Tengo miedo de no saber cogerla y que se me caiga. En efecto, cuando la tengo en peso compruebo que mis brazos son demasiado débiles para sostenerla. No sé cómo soluciono esa torpeza, pero en la siguiente escena la tengo en el regazo, mirándola de frente, las dos sobre la cama. La niña comienza a hablar. Me sorprendo de que hable siendo una recién nacida. Aun me sorprende más que su voz tenga la neutralidad sedante de una azafata. No recuerdo qué dice: quizá el tono ha sustituido al mensaje en mi memoria, porque más bien creo que transmite la información propia de un supermercado o un aeropuerto. Como sabe hablar, le pregunto qué nombre quiere que le ponga. Pero no responde. En la siguiente escena, la niña está en la cuna, en la habitación de mis padres. (La cuna es la misma donde yo dormía de pequeña.) Me pregunto qué hace allí. Por qué no está en mi habitación. Pienso que si pusiéramos la cuna junto a mi cama, no quedaría espacio libre en el cuarto. Pienso que en mi cama no hay espacio suficiente como para que podamos dormir ahí las dos. Pienso que no tengo casa propia. Entonces comienzo a sentir ansiedad: ¿cómo se me ha podido ocurrir tener una criatura? Cuando despierto, siento alivio al comprobar que en realidad no he tenido ninguna hija.

 

La hora de los sueños

Verán ustedes: cuando yo era pequeñita y no sabía de qué iba eso de  la especie en extinción, alimentaba la fantasía del espionaje autodidacta. A saber: cada vez que en las noticias se hablaba de algún desaguisado con bomba (y se hablaba mucho: eran los años 80), yo me imaginaba vestida de Catwoman, escalando alguna tapia y llegando a la presencia de quienes quiera que fuese para montar una escena de revancha tarantiniana. Sé que proponer a Gatúbela como versión infantil de los GAL es ingenuamente kitsch, pero qué quieren: yo tenía 10 añicos, nunca había oído hablar de este señor y, en definitiva, no es fácil ser hija del extrarradio barcelonés, La bola de cristal y María de la O.

El tiempo ha pasado. Mucho. Suficiente como para comprobar aquello de la Matute: que los adultos venimos a ser un triste sucedáneo del niño que fuimos. Y sin embargo.

Sin embargo, conseguí hacerme con un oficio bajo el que poder disimular (y he disimulado mucho y con vileza, como Pedro) todas mis tendencias subversivas: la de payasa, la de irónica caléndula, la de niña contraterrorista. O séase: soy profesora de literatura. Española, para más inri. Como las esporas que aguardan en el desierto de Atacama a que lleguen las lluvias para poder florecer, yo esperaba  mantener  bajo mínimos  las constantes  vitales de mi acobardada iconoclastia mientras venían tiempos mejores.  Entretanto, el gotero de los libros (por ejemplo) me iría alimentando por vía intravenosa. Pues les digo: ayer llovió. Ayer llovió, y un brote verde aventuró algunas hojitas en mi páramo cerebral. Ayer mis alumnos llegaron hasta la mesa del  despacho para preguntarme dónde estaban los intelectuales en tiempos de penuria. No los últimos restos del naufragio postmoderno, no: los intelectuales. Un Zola, un Unamuno, un Ortega. Y decían, bueno, por lo menos quedáis vosotros, y me señalaban tendiendo el brazo, a mí, a la tierna modistilla de periferia que juega a malabares con cuatro conceptuelos literarios. Ay, el efecto tarima.

Pero lo maravilloso de las conversaciones es que pueden entrar en estado de gracia, y entonces, como en buena obra de arte, improvisada y milagrosa, sobreviene la epifanía. Sí, señoras y señores, yo, ayer, hablando con mis alumnos, entre alusiones a la horchata que corre por las venas de los postadolescentes españoles y los comentarios sobre la que se nos viene encima, tuve una revelación: nosotros no necesitamos un intelectual; lo que nosotros necesitamos es un grupo terrorista. Que sí, que sí: me han oído bien. Un grupo terrorista. Un grupo de escogidos a imagen y semejanza del Solitario, que con método, disciplina y sobre todo intuición estética, sean capaces de anotar los nombres adecuados, seguirlos hasta sus islas privadas, secuestrarlos y reconvertirlos profesionalmente para que trabajen en esa región de China tan rica en anecdotario manchesteriano (y propongo esta variante del tiro en la cabeza porque además de ser hija de Maria de la O, de niña rezaba el Jesusito de mi vida, y sigo lamentablemente presa del no matarás).

Ha llegado la hora de hacer realidad los sueños infantiles. Se busca urgentemente coacher, digo jardinero, que me cierre la boca y me convierta en emprendedora.

Nice shoot'n

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También Eichmann pensaba que el suyo había sido un trabajo bien hecho.

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Superviviente

Superviviente

admiro todo lo que es capaz de crecer en una grieta

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Procede

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Bien por el Estado de Derecho.

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Pero de verdad que esta peña me está dando miedo.

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Bolonia

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Por el decano de la facultad de ciencias de la Universidad de Vigo.

Reglamento

Ante un hombre al borde del suicidio, el personal de seguridad y el comentarista medio reaccionan con mentalidad burocrática: "Está prohibido saltar a las vías, ha puesto en peligro la seguridad y la eficiencia del servicio; luego es lógico que hayan pretendido sancionarlo". La normativa ha corroído tanto nuestro espíritu, que no sabemos distinguir una excepción. Al que evitó una tragedia y se queja de la falta de compasión, se le atribuye una tendencia cuasi enfermiza a preocuparse por los marginales. Qué deplorable mi época. Qué humanidad la nuestra. Qué cerca andamos de Eichmann.

La basura es mía

Nuestra carrera hacia la necedad acelera meteóricamente. Se diría que eso del desarrollo mental del Homo Sapiens no es más que un espejismo de nuestro cerebro reptil, que juega a ser consciente pero sigue chapoteando en el barro del pantano. Solo así me explico que la especie clase media del género humano pueda sentir tanta estima por su basura. Por no hablar de la inteligencia de quien fabrica y sirve semejante melodrama periodístico: ay del vecino confiado, trabajador cumplido, que al final de su jornada deja sus indefensas escarpicias al desamparo de la noche, para que vengan unos desalmados bellacos a robar lo que él ha desechado con el sudor de su frente. Me saco el sombrero: extender la ley de propiedad privada a la basura es el sumum del derecho liberal. No digamos ya que esa propiedad particular se convierta en pública tan solo dejar la bolsa en el contenedor: cuánto ha avanzado el Estado de bienestar. Estoy maravillada y llena de estupor.

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Al borde de la industrialización, nuestros ancestros vallaron las tierras comunales y las declararon propiedad privada. Se anuló legalmente la posibilidad de que no padecieran hambre las clases más pobres, que tenían derecho a usufructuar esas tierras. Era necesario crear los contingentes del trabajo, y el hambre era lo único que podía obligar a los ociosos a doblar el lomo. Pero apuesto a que nadie pensó que no solo los bienes, sino que también los desperdicios podían ser objeto de propiedad privada. Han tenido que transcurrir siglos de progreso para que el derecho liberal alcance su culmen y se cierre el brazo de la ley en torno al cuello de los holgazanes. Hoy, cuando los vagos y maleantes no disponen de otras tierras comunales que aquellas en que se espiga la mierda, hay que privatizar los vertederos. Qué grande es el espíritu humano: constantemente vuelve sobre sus pasos y perfecciona la ruindad de la Historia.

 

Elogio de la locura

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Como todos sabemos desde que a los 8 años leímos el Quijote en versión inglesa, los locos son grandes lúcidos.

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La pobreza sale cara

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O más bien, dejarla de la mano del albergue: cuando no se trata de Barcelona ni de sus propios periodistas, este diario publica notas sobre realidades cuya relevancia es inversamente  proporcional al rinconcito que se les deja ocupar.

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El discreto clientelismo de la nostra burgesia

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Genealogía de los honorables.

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El Roto de hoy

El Roto de hoy

Entonces también nosotros gritábamos ¡vivan las cadenas!

Vergüenza ajena

Lo mío debe de ser un trastorno masoquista de la personalidad; porque verdaderamente, desconozco el motivo que me hace seguir acudiendo a la página de un diario como este, para encontrarme con  hermosas recurrencias de perversión lingüística, tales como denominar "camping" a lo que sucede cada noche en la plaza de la Vila de Madrid. Por no hablar del soberano cabreo que siento cuando me encuentro con que el señor alcalde nos anima con la mano izquierda a disfrutar solidariamente de las Navidades, mientras con la derecha envía a "cuatro agentes cívicos" a barrer la susodicha plaza. Agentes cívicos, qué hermosa denominación del perro de su amo; hay que estar bien parado o bien atemorizado por las hordas invasoras para tener que aceptar semejante puesto de trabajo: definitivamente, las crisis económicas son herramientas muy útiles para la reforma de las mentalidades. Pero lo más pavoroso son los comentarios del personal, oiga, que clasifica la pobreza en indigencia nacional e indigencia extranjera, y que habla de "excedentes humanos" cual si el aliento de Townsend o de Eichmann redivivos hubiese poseído al forero medio.

Santo Dios, si Léon Bloy levantara la cabeza.

Divino candor

Divino candor

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Cuenta Juan Ramón Jiménez que allá por los finales del XIX, Valle-Inclán se iba a la casa de Candelas con este número de Alrededor del mundo bajo el brazo, entraba en el local, se sentaba en una mesa del fondo, colocaba la revista ante sí apoyándola contra una botella de agua, y se quedaba "absorto, inefablemente sonreído sobre la Primavera de Botticelli". Chicuelillo mío...

Noviembre cumple

Noviembre cumple

 

Teatrillo

Noche. Se encuentran un hombre y una mujer en torno a un bidón, bajo una luz escasa. Frente a ellos, en el lugar de la cuarta pared, representa haber una hoguera encendida.

Ella: —¿Lo has traído?
Él: —Sí. (De un bolsillo interior de la cazadora saca una caja algo mayor que una pitillera. Se la tiende a ella.)
Ella (antes de cogerla, mirándola con prevención): —¿Está todo?
Él: —Claro.
(Ella coge la caja, la abre, toma un papelito del interior y deposita la caja sobre el bidón. Lee en voz alta el contenido del papel, que es un poema de unos 4-10 versos. Cuando acaba, lo mira a él.)
Él: —¿Al fuego?
Ella: —Al fuego. (Arruga el papelito y lo tira frente a ella.)
(Él toma el siguiente papel de la caja. Lee en voz alta un poema de parecida extensión al anterior.)
Él (mirándola): —¿Sí?
Ella: —Por supuesto. (Él arroja el papel a las llamas. Ella toma otro papelito y lee un poema. Va a tirarlo.)
Él: —Pero...
Ella: —A la quema. (Lo tira.)
(Él coge otro papel y lee en voz alta el poema. Al acabar, duda. Ella lo mira y le señala la hoguera, animándolo.)
Él: —No sé... Este podríamos salvarlo, ¿no? Tiene su puntito. Yo veo aquí hasta un guiño a la tradición provenzal...
Ella: —Mira, mira, mira: no te disperses, ¿eh? Ya hemos discutido esto muchas veces: lo discutimos ayer y si quieres lo discutimos también mañana, pero esta noche hemos venido a lo que hemos venido.
Él (resignado): —Ya. (Lo tira.)
(Ella toma otro poema y lo lee en voz alta.)
Ella: —Al fuego. (Lo tira.) 
(Él toma otro poema y lo lee en voz alta.)
Él: —Ceniza, pues. (Lo tira.)
(Ella toma otro poema y lo lee en voz alta. Lo va a tirar.)
Él: —¡Espera!
Ella: —¿Y ahora qué pasa?
Él: —No, nada. Es que... Este es lindo.
Ella (indignada): —¡Lindo, lindo! ¡Lindísimo! Pero vamos a ver, ¿en qué quedamos anoche? ¿Eh? ¿Qué se decidió anoche? ¡Todas las pruebas, dijimos! ¡Destruir todas las pruebas!
Él: —Ya, ya; si es verdad, tienes razón. Pero quemarlos así, ceniza y ya nunca...
Ella (cabreada): —¡Pues sí! ¡Pues sí! ¡Ya nunca! ¡Por Dios! ¿Pero es que no te das cuenta del peligro que corremos? ¡La poesía te sigue los pasos! ¡A mí también! ¡A todos nosotros!
Él (derrotado): —Está bien.
(Ella arroja el poema al fuego. Él recoge el último poema. Lo lee para sí. Después lo lanza a la hoguera. Se queda mirando las llamas. Ella le pone una mano en el hombro.)
Ella: —Venga. No lo pienses más.
(Lo conduce un instante. Se van.)

Apostilla

La parábola de los talentos: un hombre entrega dinero a cada uno de sus siervos, para que ellos lo hagan producir según su capacidad. Al primero, cinco talentos. Al segundo, dos talentos. Al tercero, uno. El primero devuelve diez al amo. El segundo, cuatro. El tercero, que se ha limitado a enterrar el dinero porque sabe que su señor cosecha donde no ha sembrado y recoge donde no ha esparcido, devuelve el talento que se le dio en principio. El amo maldice al tercer criado.

El talento como algo ajeno. Como algo que no te pertenece, que debe devolverse por el doble de lo que se recibió.

A M. también lo carcomía eso.

Una deuda

"La página en blanco les paraliza tanto como un cheque en blanco que tuvieran que rellenar con una cantidad muy superior al  talento que ellos creen poseer". Cuartillas blancas que deberían sumar la cantidad de dinero robada (la cultura como un asalto de clase a la biblioteca de la casta universitaria). Cuartillas blancas que sumarían la cantidad de talento robado que yo pudiera verter en ellas. Y una parte para mi madre, que no confía en que yo le devuelva completa la porción de mi capacidad que a ella le toca. Qué pasaría si esa blancura no fuese la medida de una deuda impagable. Cómo podría suceder así.

Asalto a la banca

Sueño que mi madre y yo —y una tercera persona que no aparece en el sueño— hemos robado  un banco. Yo he sido encargada de repartir el botín en tres partes de 76.000 € cada una, y he puesto cada parte en una caja grande de cartón. Mi madre me dice que no se fía de que haya contado bien el dinero. Es más, no se fía de que no haya puesto más dinero de la cuenta en la parte que me corresponde. Mosqueada por la desconfianza, me dirijo a las cajas, para llevarle una y mostrarle los fajos de billetes. Repaso el borde de uno con los dedos —pero ahora estoy yo sola—, con el pulgar hago pasar rápidamente el filo de los billetes. Solo que no son billetes: son cuartillas en blanco. Montones de cuartillas en blanco. Un cabreo monumental me bulle en el cuerpo: yo me he molestado en contar y dividir todas esas cuartillas, y mi madre me dice que no se fía de mi trabajo.

Durante el día reparo en que guardo montones de fotocopias en cajas archivadoras. Es la obra completa de Azorín, es la bibliografía acumulada en torno al escritor y su relación con la pintura. Todo eso debería haberse convertido ya en una tesis, pero la tesis no está escrita. Cuartillas en blanco. Me he molestado durante años en buscar, leer, anotar, todos esos papeles, y sigo teniendo cuartillas en blanco. Es más: me he molestado durante años en atesorar toda esa letra, y mi madre sigue saliéndome con que yo debería haber hecho Medicina o Ingeniería. Materia contable.

Si nos fiamos de la Esfinge, mi trabajo sería aquello que  escapa a la ley de lo medible. A la ley del deseo del Otro (en este caso, de la otra). Escribir la tesis es entonces infringir la ley, asaltar un banco, hacerse con un botín que no puede reducirse a número.

Hum. Esta Esfinge es un poco folletinesca. No sé yo si el Vaquilla iba a estar muy de acuerdo con ella.

 

Continuidad histórica

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Si esto hicimos con los de dentro, qué no haremos con los de fuera. Buenos hijos del franquismo, es lo que somos.
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