La Maison en Petits Cubes
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De Kunio Kato.
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De Kunio Kato.
admiro todo lo que es capaz de crecer en una grieta
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Noche. Se encuentran un hombre y una mujer en torno a un bidón, bajo una luz escasa. Frente a ellos, en el lugar de la cuarta pared, representa haber una hoguera encendida.
Ella: —¿Lo has traído?
Él: —Sí. (De un bolsillo interior de la cazadora saca una caja algo mayor que una pitillera. Se la tiende a ella.)
Ella (antes de cogerla, mirándola con prevención): —¿Está todo?
Él: —Claro.
(Ella coge la caja, la abre, toma un papelito del interior y deposita la caja sobre el bidón. Lee en voz alta el contenido del papel, que es un poema de unos 4-10 versos. Cuando acaba, lo mira a él.)
Él: —¿Al fuego?
Ella: —Al fuego. (Arruga el papelito y lo tira frente a ella.)
(Él toma el siguiente papel de la caja. Lee en voz alta un poema de parecida extensión al anterior.)
Él (mirándola): —¿Sí?
Ella: —Por supuesto. (Él arroja el papel a las llamas. Ella toma otro papelito y lee un poema. Va a tirarlo.)
Él: —Pero...
Ella: —A la quema. (Lo tira.)
(Él coge otro papel y lee en voz alta el poema. Al acabar, duda. Ella lo mira y le señala la hoguera, animándolo.)
Él: —No sé... Este podríamos salvarlo, ¿no? Tiene su puntito. Yo veo aquí hasta un guiño a la tradición provenzal...
Ella: —Mira, mira, mira: no te disperses, ¿eh? Ya hemos discutido esto muchas veces: lo discutimos ayer y si quieres lo discutimos también mañana, pero esta noche hemos venido a lo que hemos venido.
Él (resignado): —Ya. (Lo tira.)
(Ella toma otro poema y lo lee en voz alta.)
Ella: —Al fuego. (Lo tira.)
(Él toma otro poema y lo lee en voz alta.)
Él: —Ceniza, pues. (Lo tira.)
(Ella toma otro poema y lo lee en voz alta. Lo va a tirar.)
Él: —¡Espera!
Ella: —¿Y ahora qué pasa?
Él: —No, nada. Es que... Este es lindo.
Ella (indignada): —¡Lindo, lindo! ¡Lindísimo! Pero vamos a ver, ¿en qué quedamos anoche? ¿Eh? ¿Qué se decidió anoche? ¡Todas las pruebas, dijimos! ¡Destruir todas las pruebas!
Él: —Ya, ya; si es verdad, tienes razón. Pero quemarlos así, ceniza y ya nunca...
Ella (cabreada): —¡Pues sí! ¡Pues sí! ¡Ya nunca! ¡Por Dios! ¿Pero es que no te das cuenta del peligro que corremos? ¡La poesía te sigue los pasos! ¡A mí también! ¡A todos nosotros!
Él (derrotado): —Está bien.
(Ella arroja el poema al fuego. Él recoge el último poema. Lo lee para sí. Después lo lanza a la hoguera. Se queda mirando las llamas. Ella le pone una mano en el hombro.)
Ella: —Venga. No lo pienses más.
(Lo conduce un instante. Se van.)
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Lo mismito que Millet, a quien por lo visto su religión y la educación de sus padres sí se lo permiten.
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aunque sea ceniza
aunque sea ceniza...
Remedios Varo, Hacia la torre, 1960 (fragmento).
Sueño que hemos ido de excursión, mi familia y yo, a algún pueblo catalán. A la vuelta, hay cierta prisa por llegar a casa, porque mi hermana tiene que estar a tiempo en algún lugar. Mi padre decide ir por una carretera que nunca antes ha transitado; pero que supuestamente lleva a la autopista correcta. Recuerdo la curva: pronunciada, hacia la izquierda y hacia arriba, de manera que no se ve tramo de carretera más allá de unos pocos metros. Recuerdo también cierto temor a que el coche se salga de madre mientras estamos girando. Al cabo de un breve recorrido, debemos detenernos: la carretera acaba en unas escaleras que descienden a un patio empedrado. Bajamos. Entre eucaliptus y mimosas se alza una casa de barro ocre muy claro. Es alta, ancha, no tiene aristas. Viene a ser una síntesis entre la Pedrera (aunque más sobria) y las casas de Ait Benhaddou (aunque más clara). O también como uno de esos potes de miel Trapa con dosificador, pero puesto bocarriba. Tiene las ventanas, meros huecos cuadrados abiertos en la pared, distribuidas irregularmente por la fachada. Se trata, por lo visto --de pronto llevo un folleto en la mano--, de un monasterio vagamente relacionado con el budismo o el hinduismo, lugar de visita recomendada por su valor cultural y estético. De modo que --inexplicablemente-- la prisa primera ya no existe, y nos quedamos a verlo. Ya de noche, ha surgido un patio a mano izquierda del edificio. Está levemente iluminado por multitud de candelitas. Al otro lado de la tapia --no muy alta-- que rodea el recinto, en el costado opuesto a la pared del monasterio, se ven las paredes ciegas de algunos bloques de pisos, levantados sobre una elevación del terreno: el conjunto recuerda al de un solar barcelonés del Raval en el que una vez asistí a un festival de cortometrajes al aire libre. Pero lo que aquí hay es un montón de cajas de anillos gigantescas (más o menos así, o quizá más redonditas), de color burdeos, y en cada caja --como la perla en la ostra-- un monje (son más bien niños) que medita o que duerme o que lee. De vez en cuando, algún monje sale de su caja-ostra, da un corto paseo y vuelve a ella. Algún otro, que viene del convento o de entre las mimosas, entra en el patio y ocupa su correspondiente caja. Sin solución de continuidad, estamos dentro del monasterio, un interior semejante al de Santa Sofía, aunque más sombrío y sin mucha elaboración arquitectónica o decorativa. El trabajo arquitectónico más importante allí es el de la penumbra. Al fondo vemos una cuna igual a la que yo tuve de pequeña. Está vacía --las sábanas removidas--; pero al pie están acostados unos doce bebés pequeñísimos, envueltos en paños blancos, un poco sucios. Alguno se remueve, alguno sale de entre sus trapos como si fuese una oruguita. Alguno tiene pelo de rata, y se parece un poco al Firmin de Krahn.
Modest Cuixart, Aonia, 1994.
Había escuchado ya antes La leyenda del tiempo, porque mi niña J. --modistilla que a la sazón iba por la vida escandalizando a ingleses acartonados-- me prestó el CD allá por el inicio de este milenio. He de confesar que en aquella época el oído no me dio más que para que se me pegase lo de nadie puede abrir semillas en el corazón del sueño. Este domingo, sin embargo, reparo en la voz de Camarón, que en realidad no es la voz de Camarón, sino un cúmulo de tiempo antiguo y oscuro que brota de su cuerpo. No sé si será alucinación acústica --pues todo es posible en el sopor de una tarde de domingo--; pero lo que sucede con la Nana del caballo grande es cosa de sortilegio (como el que experimenta el deán de Santiago a manos del mago Illán, o el que suspende al abad Virila en medio del bosque durante 300 años, o aun el del tiempo recobrado de Marcel). Porque de pronto lo que ahí canta es un eco que viene de muy lejos y trae consigo el sedimento de voces y rostros anteriores. Lorca decía que el duende es la capacidad de traer a superficie todo aquello --hombres y caminos y dolores y paisajes y derivas y raíces y planetas-- que se encuentra enterrado en la mina negra de los siglos. O algo así. Y eso es lo que hace la Nana, que como el agua detenida al pie del puente, no se sabe muy bien lo que lleva porque es capaz de llevarlo todo.
Hay una larga, larga noche en la voz de Camarón.
Este año el frío también hizo trabajos más blancos.
El primero de los 79.
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Me dice M. que Glenn Gould hace aletear una mano mientras toca con la otra.
Y que la mira.
Como si la mano fuese la melodía y pudiera contemplarla a la altura de los ojos.
(Encarnar la música, diría Steiner, darle el propio cuerpo para que lo habite.)
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