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La princesa está cursi

La princesa está cursi

Rebeca Dautremer, portada de Princesas olvidadas y desconocidas (Edelvives, 2005)

Perdonadla, ay, pues está cursi.  Recuperando aquel antiguo hallazgo que nació al calor de Van Gogh y José Antonio Marina (artista es aquel que hace que algo hermoso suceda), aspira a dejar alguna clase de huella luminosa en una existencia ajena que quizá no la necesite o que no sepa qué hacer con ella, y ante los ya clásicos obstáculos que se oponen a su empresa, se ha puesto cursi, pseudomística y trascendental (para suceder al marqués de Bradomín solo le falta ser católica y fea, aunque voces oiréis que no le nieguen alguna de esas cualidades).  Además está releyendo De Profundis y los argumentos del encarcelado en Reading --no te ahorres ni un solo gramo de lucidez al enfrentar tus actos y los de los demás, pero aun así conserva tu amor como lo único que te salvará de la petrificación--  la están afirmando en el empeño ¿contra toda conveniencia? de no renunciar a su naturaleza: inversora en el vacío, derrochadora afectiva, nacida para la bancarrota emocional (si no fuese a perder, no habría triunfo, y todas esas sublimes zarandajas de Alan Pauls en El pasado que ella suscribe sin dudarlo). 

Entretanto, la realidad en torno ha desaparecido --la fascinación es ese fenómeno por el cual un solo objeto ocupa el mundo entero--, y ante la canina persecución del fumador nacional en bares y patios universitarios (creo que fue Deleuze quien habló de microfascismos), ante las hordas enardecidas por una caricatura a la que los medios occidentales, con singular e incendiario oportunismo ideológico, están dando una importancia desorbitada (el discernimiento de aquello a lo que realmente es digno dedicarle la tala de un árbol para letra impresa ha sido relegado para siempre por la entrada gozosa en la pataleta colectiva (un niño defendería con igual orgullo por la libertad de expresión su derecho a sacar la lengua)), ante la boutade de esa progresía catalana que ha pasado de apropiarse mi defensa a casarse con el PP (más enfants terribilísimos pateando el suelo con su piececito: si ya lo decíamos ayer), ante esa transubstanciación por la que el snuff ha pasado de poseer una entidad mítica a corporeizarse cotidianamente en las pantallas del móvil adolescente, ante todo eso y la película de Michael Haneke --todavía queda alguien que sabe para qué desenmascaramientos emplear la libertad, la expresión y la lengua--, ella experimenta el apabullado desconcierto del que no comprende los signos por mucho que los repase una y otra vez. 

Pues en efecto, tan solo es capaz de interpretar gestos pequeños y fenómenos poco rentables a los que atribuye sentidos peregrinos con la mirada de los exaltados: la luz, las flores, el sabor del café (por fin reincorporado a la vida para gloria de su paladar).  Todo lo demás --el nuevo trabajo, el artículo sobre la Biblia en el Modernismo español, el curso de novela para el Col·legi de Doctors, la revista del Ayuntamiento, la fiesta de disfraces para la cual ya ha perdido hoy la oportunidad de comprar un antifaz granate-- pertenece a un reino extraño y desconocido.  A pesar de que su psiquiatra ha querido ponerla sobre la pista de las otras cosas que también existen en su vida, ella sigue considerando que esas otras cosas poco le atañen, y con evidente peligro de enajenación y quiebra social --el único cabo que aun la mantiene fiablemente vinculada a la realidad es el cordón blanco de la caña de lomo, y es bueno que así sea--, se entrega únicamente al cultivo del reducto moral donde atesora unos afectos que de nada habrán de servirle cuando todo termine (pero Wilde, pero Wilde).  Ah, más le valdría preparar las clases de español, seguir leyendo a Lozano Marco, buscar un piso donde vivir, poner una lavadora, atenerse a los requerimientos inexcusables de la supervivencia.

Pero en lugar de eso se pone cursi.  Qué desperdicio.  ¡Si se entregase siquiera a la poesía completa de Claudio Rodríguez!

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