El superyó mortífero
El superyó mortífero, obra también conocida como Le phallus, c’est moi.
El superyó mortífero, obra también conocida como Le phallus, c’est moi.
Sueño que duermo en una habitación con O. Ella en una cama a la izquierda y yo en una cama a la derecha. Tras la cabecera de las camas hay una vidriera que da a un patio exterior. Hay un momento en que O. dice que hay una rata en el patio. Al principio yo no la veo, pero luego está ahí: tras la cabecera de mi cama, separada de ella por el cristal. Es una rata un poco más grande que una mano, de color gris oscuro. La textura de su pelaje es como la de un peluche gastado, sucio y apelotonado. Me causa una honda inquietud, no por el tamaño o el asco, sino porque tiene algo siniestro. De pronto se levanta sobre las patas traseras, cruza las patas delanteras a la espalda, y comienza a pasearse por el patio, de mi cabecera a la de O., con aire de filósofo chiflado capaz de cometer un asesinato. En esas O. se ha convertido en Iker Casillas, que a la altura del techo tiene montado una especie de tubo transparente que comunica el patio con la habitación a través del cristal. Al extremo del tubo hay una pinza, e Iker la va cambiando según se pregunta "¿qué pasaría si...?". Como no le satisface la respuesta con las dos o tres primeras pinzas, las retira, y pone otras, hasta que en el lugar de la pinza coloca un cepo y tras hacer la pregunta dice "pues ahora sí", y saca la rata pillada por el morro.
Sueño que O. y yo estamos viendo un vídeo-reportaje sobre una tribu africana en que los tipos, durante una celebración, se meten un trozo de madera enorme y muy bien pulida en un agujero que tienen en el costado derecho, desde el apéndice hasta la clavícula: como los mursi, pero con un orificio gigante en el lado del tronco en lugar de tenerlo en el labio inferior. Ahí meten la pieza de madera, como si fuera un macropiercing. Después llega otro tipo de la tribu con un ariete también de madera y les da trompazos a los demás en el superadorno troncal; pero el superadorno no se cae en absoluto.
O. y yo nos preguntamos cómo es posible eso; pero da la casualidad de que el vídeo lo estamos viendo en el portero automático del bloque donde vive la periodista que lo ha hecho, así que picamos a su piso para preguntarle. La periodista resulta ser una antigua compañera mía de doctorado, a la que me encontré durante la última mani del 15M en Barcelona. No sé bien por qué motivo, la tipa nos invita a quedarnos a dormir en su casa. Yo me quedo en la habitación donde ella tiene durmiendo a su beba, que debe de tener unos 6 meses (menos de los que tiene en el mundo de la vigilia). La niña está en una especie de cuna-camilla-de-masajes al lado de una cama de matrimonio donde yo duermo. La madre se va a dormir a otra habitación. Dormimos con la luz encendida. La niña se despierta de madrugada, me ve a mí, que soy una extraña (está acostumbrada a dormir con la madre), se asusta, pega un salto de la cuna (que no tiene barrotes) y se cae al suelo. Mierda, lo que me faltaba, ¿se habrá matao? ¿Será solo un chichón? Joder, joder. Recojo a la niña del suelo, y ahora es como entre muñeca y de carne y hueso. La niña reacciona para mi alivio, y se agarra con una mano a mi pulgar. Me la llevo conmigo a la cama, pero conforme nos echamos, la niña se convierte en un hilo amarrado a mi dedo. Joder, joder, qué le voy a decir a su madre por la mañana: mira, tu hija se cayó al suelo y se ha convertido en un hilo amarrado a mi pulgar. Coño, me va a matar.
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Una mujer que protege su soledad encuentra a un hombre
que se deja aporrear echado en el suelo.
Inmediatamente ella se convierte en un soneto de Lope.
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Montserrat Gudiol, Maternidad, 1961 (fragmento)
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Sueño que acabo de tener una niña. Estoy descansando en mi cama y mi madre aparece con un carrito, porque se va a llevar de paseo a la recién nacida. Yo protesto: ni hablar, qué hace ella llevándose al parque a la niña, la niña es mía y quiero que me la dejen coger y que se quede conmigo. Entonces mi madre me pasa a la chiquilla desde los pies de la cama (por detrás de ella, un poco apartados, están O. y mi padre, observando la escena). Tengo miedo de no saber cogerla y que se me caiga. En efecto, cuando la tengo en peso compruebo que mis brazos son demasiado débiles para sostenerla. No sé cómo soluciono esa torpeza, pero en la siguiente escena la tengo en el regazo, mirándola de frente, las dos sobre la cama. La niña comienza a hablar. Me sorprendo de que hable siendo una recién nacida. Aun me sorprende más que su voz tenga la neutralidad sedante de una azafata. No recuerdo qué dice: quizá el tono ha sustituido al mensaje en mi memoria, porque más bien creo que transmite la información propia de un supermercado o un aeropuerto. Como sabe hablar, le pregunto qué nombre quiere que le ponga. Pero no responde. En la siguiente escena, la niña está en la cuna, en la habitación de mis padres. (La cuna es la misma donde yo dormía de pequeña.) Me pregunto qué hace allí. Por qué no está en mi habitación. Pienso que si pusiéramos la cuna junto a mi cama, no quedaría espacio libre en el cuarto. Pienso que en mi cama no hay espacio suficiente como para que podamos dormir ahí las dos. Pienso que no tengo casa propia. Entonces comienzo a sentir ansiedad: ¿cómo se me ha podido ocurrir tener una criatura? Cuando despierto, siento alivio al comprobar que en realidad no he tenido ninguna hija.
Rosalía lo dice: sorprendentemente, y al cabo de todo lo vivido y lo olvidado, la negra sombra siempre aparece. No hay cúmulo de experiencias que la destierre: después de todos los júbilos y los trabajos y las serenidades y los días, después de la comida sobre la hierba y de las acrobacias del tiempo, cuando trae una todas esas cosas prendidas a los ojos (el horizonte más ancho, la carrera bajo la lluvia y jugar con la Dickinson), cuando anda una enfrascada en la alegría de los collages y del perdón de los pecados, así en pleno nacimiento, llega una noche en los tejados de La Rambla y lo que falta se abre silenciosamente en medio de la conversación y me acalla y me va tiñendo de agrura. Maldición antigua, siempre me alcanza lo que no tengo. Un duelo más viejo y más hondo que los días tiene raíz en alguna tierra oscura de este cuerpo, fértil para las flores agrias. No importa cuánta vida nueva se les eche encima, no importa cuánto se haya caminado desde el jardín sombrío hasta la luz de las posibilidades, no importa que una haya creído arrancarlas: siempre acaban renaciendo para aromarlo todo de ausencia. Y no, aunque se esfuerce la Esfinge, no me podrán quitar el dolorido sentir.
Entre la hippie neurótica que acumula terapias new age y periódicos viejos en el segundo tercera, y la casada irascible absorbida por su salón comedor y su familia, usted carece de modelo; enmedio no hay nada. Y entre los dos extremos que rechaza, usted se abandona: se entrega a la descomposición. Dice la Esfinge. Interpreta de esa forma la desidia recalcitrante en la que me sumo en cuanto tengo tiempo libre. El modo en que me hago la muerta. (Para mi vituperio cabe decir que el trabajo no me moviliza más allá de lo mínimo necesario: y no, no se trata de activismo antisistema.) Queriendo vivificar el cadáver acudo con ingenuidad (palabras, palabras, palabras...) a la sección de biografía de una biblioteca: busco vidas de mujeres puestas de pie. Llevo en mente los nombres de un librito de Ana Mª Moix que leí hace tiempo. Pienso, también, en Simone de Beauvoir. Sin embargo, al encontrarme ante las lejas constato con alarma que solo me interesan las mujeres que han acabado como el culo: Émilie du Châtelet, Camille Claudel, Alejandra Pizarnik. La primera muere de sobreparto a los 43 años, hundida de nuevo en las agruras de un amor fou, después de haber intentado atemperar su naturaleza pasional con lenitivos ilustrados (hasta el elogio del estudio que aparece en el Discours sur le bonheur está asaeteado por la sed). A la segunda la dejan en la estacada sentimental Auguste Rodin y Claude Debussy (el escultor, tras un aborto y varias promesas de matrimonio); los enfermeros que irrumpen un día en el estudio de Camille para llevarla a un psiquiátrico la descubren yacente y rota entre los añicos de sus esculturas. La tercera, niña imposible que no encontró el viento esperado, se suicida tras un ataque de coprolalia poética.
Por no hablar de que la Dickinson permaneció enclaustrada su vida entera.
Ay, la cabra tira al monte.
¡Albricias! Hoy he tenido mi primer lapsus.
Mi padre nunca escuchaba a mi padre, he dicho.
Por supuesto, Freud cree que eso significa algo.
Pero sinceramente: yo no tengo ni la más repajolera idea.
el corazón de piedra y la rosa supernova
eu sei amor entre nós
houve sempre uma flor de medo.
trazias uma tristeza antiga sobre os ombros
e era difícil construir o poema.
a casa velha da aldeia está desabitada
e foram inúteis as flores
que colocamos nas paredes frias
porém
o sol
nasce
e lentamente morre
todos os dias
(a esperança amor
tem na idade o
tamanho do sol).
eu sei amor as palavras
adiadas em cada gesto
doem violentamente na memória
mas compreende
não é necessário subirmos ao telhado mais alto
da cidade para vermos horizontalmente
o limite das manhãs.
quando partiste amor o sangue
jorrou do cálice das papoilas.
fiquei com um navio carregado de palavras
mortas nos lábios e a certeza de nos bolsos
apenas levar os dedos das mãos
(assim como assim creio que até fomos felizes).
Pedro Jofre, Domínio Público, París, Farândola, 2000, p. 13.
La noche en que me fui de casa de M. soñé que yo era maestra de un grupo de niños que vivían en el arrabal de una ciudad industrial. Eran una panda de golfos malcarados y contestones, y me recuerdo echándoles una bronca: "¡¡Pues si no queréis leer a Cernuda, vais listos en esta vida!!" --frase que contiene una gran verdad, pero poco apropiada, por otra lado, para que dejase algún tipo de poso en unas tiernas y socialmente determinadas cabecitas de entre 10 y 13 años, como mucho. El caso es que volviendo yo a mi casa entre raídos bloques de pisos y descampados a los que habían arribado restos de diversos naufragios metalúrgicos, una pandilla de mocosos empieza a meterse conmigo. Un grupo de ellos comienza una persecución que uno tras otro va abandonando a mitad de camino, por el cansancio o porque su atención queda prendida en alguna de las menudencias arrumbadas en la calle, y en torno a la cual inician alguna clase de juego recién inventado para el caso. Todos dejan la carrera menos uno: un chiquito rubio, encantador --de serpientes: cómo interpretar esa turbadora inteligencia de sus ojos--, que debe de andar por los 12 años y tiene un aire a mi primo A. cuando cumplió los 6. Hay un momento en que, perseguida todavía por él, trepo por un muro o una elevación de terreno o una valla metálica. Miro hacia abajo justo en el instante en que con los brazos he alcanzado la parte de arriba. Una pierna me queda todavía al alcance del niño, que ha subido tras de mí. El crío me mira con una sonrisa perversamente cómplice. "Tira de mí", parece decirme, "sálvame a mí, yo dejaré que me enseñes a Cernuda", parece prometer. Entonces un instintivo reclamo de supervivencia me grita en la cabeza con una firmeza inusitada que se apodera de todos mis actos: le doy una patada al niño en la cara, y ese mismo movimiento infame me ayuda definitivamente a encaramarme sobre la superficie de la elevación, y corro, corro, corro por la llanura despejada y yerma que se abre ante mí.
a
En el sitio de beber
ya no hay bebedora.
a
«"Mi vida es una broma estúpida y cruel que alguien me ha gastado". Aunque yo no reconociera la existencia de ningún alguien que me hubiera creado, esa noción según la cual alguien se habría burlado de mí de manera cruel y estúpida trayéndome al mundo era, para mí, la más natural.
Me imaginaba sin querer que allí, en alguna parte, estaba ese alguien que se divertía al ver que yo, después de pasar treinta o cuarenta años aprendiendo, desarrollándome, creciendo en cuerpo y espíritu, había llegado ahora a esa cima de la vida desde la cual ésta se revela por completo, sólo para permanecer allí plantado como un estúpido, comprendiendo con claridad que no hay nada en la vida, que nunca lo había habido y que nunca lo habrá. "Y ese alguien se ríe...".»
Lev Tolstói, Confesión, Barcelona, Acantilado, 2008, pp. 33-34.
Para que después me digan que no existe el enanito cabezón...
Es sorprendente, por otra parte, cómo la crisis existencial que Unamuno describe en el Diario íntimo coincide punto por punto con la de Tolstói. Apostaría incluso a que cierto Azorín pirenaico de 1909 había leído las páginas sobre el pueblo, la tradición y el sentimiento religioso.
Ramón Casas, Al·lota decadent, detalle.
a
Abandono, abulia, aburrimiento, acidia, apatía, dejadez, desatención, descuido, deserción, desgana, desidia, galbana, gandulería, holgazanería, inactividad, indiferencia, indolencia, negligencia, pasividad, pereza, poltronería, tedio, vagancia, vaguería...
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¿Primavera?
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