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la irónica

En Babia II

Es ahí cuando el otro Toni comienza a explicarle a Marta que está haciendo el doctorado y que trabaja en el Clínico con casos de epilepsia, palabra que llama mi atención como no podría ser menos, y ahí me enzarzo en una descripción del modo en que la entrada de la borrasca por el Atlántico provoca las crisis parciales complejas de mi madre (júrolo por los dioses) pese a la Carbamazepina y pese a cualquier medicación que al bendito neurólogo se le pueda ocurrir administrar, a lo que mi niño psicólogo responde dándome una exacta descripción de las crisis de mi progenitora. Estoy en plena actitud de admiración ante semejante poder de diagnosis, cuando el retratista nocturno se vuelve a poner confidente para revelarme con esa autoridad y ese convencimiento que dan el vino y los años lo que ya hace tiempo le señalara a mi madre su peluquera después de cortarme el pelo: Gemma... (pausa escénica), tu ets dolça. Ante mi extrañeza, Antoni el decidor fotógrafo vuelve a repetir que efectivamente y sin lugar a dudas sóc dolça, y foto va, foto viene, nos propone pirarnos los cinco a otro bar. Ay, señor fotógrafo, es que me estoy haciendo vieja: yo tengo ganas de volver a casa..., y bueno, yo les echaría un vistazo a esas fotos sin película que usted hace tan sabiamente, de veras que lo haría, pero temo, ¿sabe usted?, dado el encono con que se lanzan sarcasmos, que se produzca entre usted y Marta una conflagración de alcances imprevisibles, y yo, querido fotógrafo, soy muy pacifista, soy muy modistilla, y me encuentro ya añosa para estos trotes. Mientras el personal va abandonando la escena y los dueños comienzan a recoger --ya hay sobre las mesas algunas sillas patas arriba--, Marta y yo pedimos la cuenta y nos ponemos a hacer números para pagar a medias, entre tanto el fotógrafo de ojos grises saca de no sé dónde unos dibujos de la Plaça del Pi que les regala a una pareja sentada detrás de nosotros. Marta sigue inquiriendo detalles sobre el trabajo del niño chisposo en el Clínico, y yo me pregunto si el tal conocerá al doctor Santamaría al mismo tiempo que atiendo a lo que Marcos me cuenta sobre el loco del pelo canoso, al parecer frecuentador más o menos borracho del Babia y organizador de extraños diálogos entre desconocidos.
En ese punto de su currículum vitae estamos cuando el viejo anarquista vuelve entre nosotros y de nuevo se dispone a pegar la hebra, esta vez preguntándome sobre si me va bien o me va mal, sobre si soy feliz o estoy amargada, y yo le contesto que lo que estoy es inquieta, cosa que aunque a mí me toca bastante los cojones y me mantiene en un estado de ansiedad permanente, al viejo retratista de fantasmas le parece fantabulosa, perquè així és com s'ha de viure, razón por la cual se decide a regalarme otra de sus revelaciones confidenciales: Mira, Gemma, tu... (pausa escénica), tu... (pausa escénica), tu ets una sorpresa. Anda coño, ¿una sorpresa? ¿Y se puede saber por qué? Ah..., pensa-hi, pensa-hi; pero la verdad es que ni tiempo me da a pensar-hi porque ya este ensamblador de universos distantes ha comenzado su perorata sobre la importancia de la vitalidad y la belleza de los gestos espontáneos, ay Dios, no me hable usted de eso que va usted a abrir la brecha de la revelación en medio de un bar en el que somos las últimas cinco presencias, no me hable usted de actos libres que me va a ayudar a tomar una decisión, no siga, no siga, que me lanza usted por la pendiente, que ya me basto yo y me sobro para estar pensando desde hace días en llevar a cabo algo que me salga de entre mí, como dice Fortunata, que ya tengo yo suficiente con mi propia temeridad para que me venga usted con discursos sobre lo espontáneo, no hombre, no, que cada vez que yo hago algo espontáneo la tierra se abre bajo mis pies, ay no, señor fotógrafo, no siga usted, que me convence, mejor nos vamos, que nos van a echar la persiana, venga, Marta, vámonos, que las luces están propicias, vámonos antes de que el viejo decidor se convierta en el genio de la lámpara --odradek inoportuno-- que ha de iluminarme el camino poniendo el dedo en la llaga.

Mientras Marta y yo subimos por el Portal de l'Àngel, la luz se rompe en millones de pedacitos sobre el suelo mojado, y yo pienso que ya no hay escapatoria para mí, que ya soy presa de ese acto libre que, tozudo, un día u otro acabará por realizarse al margen de mis propios miedos.

(Vaya este post por todas las criaturas que van buscando la claridad en las noches en que el vino abunda.)

En Babia I

Ayer irrumpió de nuevo en mi vida uno de esos episodios que me asaltan de vez en cuando, que Jose dio en llamar almodovarianos y que tienen como principal causa mi misteriosa capacidad, todavía no se sabe si fatídica o providencial, para atraer a los pájaros más extravagantes que sobrevuelan Barcelona (valga decir que en esta ocasión no fue el asunto tan almodovariano como los que Jose conoció, porque no acabó en la cama de ningún desconocido más o menos entregado a extrañas aficiones). A saber: ayer volví al Babia, bar de bares con musiquita de Paco de Lucía y con esas costillas adobadas que suscitan en mí la más abyecta de las gulas. Allí estaba yo con Marta, que acababa de irse al lavabo, y con las nieblas del vino de la cena ya en los desvanes cerebrales me disponía tranquilamente a atacar el yogur griego que había pedido de postre, cuando alguien a mi espalda solicitó mi atención cogiéndome de un hombro: Perdona, puc fer-vos una foto a tu i a la teva amiga amb aquests nois?
El tipo que hacía la pregunta cámara en ristre --una Canon negra con objetivo igualita a la que mi madre compró en los 70-- era una curiosa mezcla de viejo anarquista catalán, bohemio pirado y borracho decidor de ingenios. O sea: la clase de sujetos a los que a mí me da por seguirles la conversación para asombro e incomodo de todo el que me acompaña. Los chicos en cuestión eran dos jovenzuelos que estaban sentados en la mesa de al lado y que no tenían deseo alguno de hacerse una foto con nosotras, pero a los que el bohemio anarquistoide había decidido meter en camisa de once varas con el fin de obtener un poco de conversación del personal. A mi pregunta de quién quería realmente hacer la foto, uno de ellos (espigado, expresivo, pinta de alma espabilada y con una chispita que le saltaba en los ojos y en las manos: ay, Gemma, ya caíste) decide seguirle la corriente al loco del pelo canoso y contesta que él paga al tal fotógrafo ambulante. Tras vacilar un poco y darme tregua para que pueda meter la cuchara en el yogur, el ingenioso decidor --la cara chupada, barba blanquecina de tres días, los ojos saltones y noblemente grises-- vuelve a la carga. I tu com te dius? Jo, Gemma, i tu? Jo Antoni. Ah, mira, com el meu pare. I de quin barri ets? D'Horta. De quina part d'Horta. De prop del carrer Lloret. I en què traballes. Sóc filòloga; treballo a la Universitat. Aquests dos són molt bons nois. Sí, ja. Aquest es diu Marcos i és arquitecte, i aquell es diu Toni i és metge. Mira tu, un altre Antoni. I quina especialitat fas? Estooooo, Pediatria. Entonces llega Marta y me encuentra metida de pies y manos en el berenjenal; pero ajena a mis súbitas y nuevas amistades, se concentra en su mousse de yogur con salsa de arándanos sin hacer mucho caso a Antoni el anarquista y su camisa de franela a cuadros. Este, no obstante, no ceja en su empeño de conectar universos alejados, y aprovechando mi incapacidad congénita para decir que no, acaba consiguiendo que peguemos nuestra mesa a la del arquitecto y el médico que ni son arquitecto ni médico, sino más bien abogado y psicólogo, mi gozo en un pozo, yo detesto a los psicólogos, seres inmersos en el estudio de los problemas que los aquejan a ellos mismos, y así se lo digo a mi niño de la chispa en las manos, que me ataca con inusitada saña verbal al verse puesto en cuestión. Pero el furibundo apasionado de la fotografía no para de sacarnos fotos a Marta y a mí aunque la cámara ni tiene flash ni lleva película --ah, retratista de aves nocturnas, para qué el carrete si te llevas el alma en la cámara oscura--, y entre puya y puya que él y Marta se lanzan, se dedica constantemente a llamar mi atención revelándome en tono confidencial algún secreto sobre la vida y sus pobladores, por lo que yo no puedo continuar mi guerra privada con el psicólogo gesticulador. El abogado nos cuenta sobre su casa en la Via Laietana, el psicologuito de mis entretelas se lía un porro, el personal va y viene con alegría de la propia vida, han vuelto a poner el disco de Paco de Lucía, nos enteramos de que los dueños del Babia son de Jaén, en algún momento de la conversación me hallo defendiendo mi identidad de charneguita-quilla-de-barrio-e-hija-de-andaluces ante las acusaciones del bohemio anarquistillo de que no conozco la cultura catalana, y entonces este señor envejecido al que sin embargo no le puedo echar los años porque a la luz cálida y decaída del local tiene a veces rostros milenarios, dice que sí, que sí, que en los ojos se me ve, y vuelve a insistir (¡!) en que nos tenemos que ir los dos a la cama un día de estos.

To be continued...

Estética urbana

Estética urbana La ventana de mi habitación da al lateral del bloque de pisos vecino, que debe de encontrarse a unos ocho metros de mis rejas. Desde los tiempos inmemoriales de mi adolescencia, la tubería del gas que corría ante esa pared había sido un remanso para mis ojos. Quiero decir: puesto que la especulación inmobiliaria de los 60 me había dejado tan escasa de horizontes visuales, me consolaba yo contemplando el brillo de la luz en la textura terrosa de la tubería color vino, cuyo tono armonizaba además con las bandas burdeos que recorren la pared verticalmente.

Pues bien: este verano pintaron la tubería. ¡De amarillo! (¿Habrán cambiado las ordenanzas?)

Eso SÍ deprime mi sistema inmunitario durante seis horas. (Bueno, eso, y las declaraciones de Zaplana.)

Resumiendo

Resumiendo Edvard Munch, El grito (1893), Nasjionalgalleriet, Oslo

Vaya semanita... Comenzando por el descubrimiento del zapping como herramienta del contradiscurso (pues en una noche de aburrimiento ante el televisor acabo topándome con esa última escena de Ciudadano Kane que invalida la consistencia del sistema histórico, y por tanto, de uno de los pilares metodológicos de mi tesis doctoral) y acabando por la disolución de cualquier clase de actividad cerebral entre las miasmas de un catarro arrasador, estos siete días han estado de lo más completito: el repaso al tomo IV de la OC de Azorín suspendido ante la inminencia de las clases que tendré que dar sobre Galdós (y de compañera a la fascinante Tristana, pobre criatura narrativa que intenta escribirse a sí misma y acaba siempre escrita por otros); la estupefacción ante los ecos que desde Israel llegan sobre esa sórdida obscenidad llamada "Días de penitencia", y el recuerdo de Georges Steiner reafirmando en una entrevista con Antoine Spire su antigua profecía de que para sobrevivir "este Estado de Israel va a torturar a otros seres humanos"; el Departamento que echa chispas mientras la Universidad sigue gastando en imagen institucional (cuánto mejor no es organizar un brunch en que las mesas no permiten el paso de los estudiantes de un lado a otro de la Facultad en lugar de gastar sueldos contratando profesores para cubrir bajas); dos amigos a la greña por estar cada uno enrocado en su actitud de Moisés con las tablas de la Ley (que nunca habían sido tan de Dios, si bien ninguno de los dos es católico), y yo en medio cual inservible metepatas a la búsqueda de la fábula que los confabule (pequeña ilusa, o niña que en vientos grises, vientos verdes esperó, aunque quizá un fragmento de La despedida podría arrojar mucha luz al caso); otro tipo con permiso penitenciario que presuntamente —ay, esta palabra en la que nadie cree— aprovecha el permiso para desmentir el diagnóstico de sus confiados (o estresados, o asqueados, o desidiosos, o perplejos: véase Horas de luz para tener una idea de todas las posibilidades) psicólogos; la RENFE de huelga durante el Pilar y el viaje a Avignon sustituido por una escapadita a Figueres; una reunión en el Departamento donde se podía cortar el aire con un cuchillo mientras mis últimas neuronas sanas se sumían en un sopor alucinatorio intermitentemente sacudido por estornudos de grado 6 en la escala de Richter; Bush y Kerry, Bush o Kerry, Bush contra Kerry, Bush con Kerry (plato del día), y el fundamentalismo islámico buscándole argumentos a Sharon en Egipto, como si el Primer Ministro de la Tierra Prometida no se bastase y se sobrase para justificar su furor nihilista; desalentadora comedura de coco al constatar que por falta de interlocutor concreto mis palabras no poseen ya aquel nervio que antes las hacía culebrear (ya está aquí esa idea de que desde entonces el mundo perdió algo de brillo); y qué coño hago yo lamentándome de que tengo que renunciar a nuevos espejismos amorosos cuando otro hombre ha sido degollado (la Naturaleza no debiera permitir semejante promiscuidad de sucesos en un mismo mundo o en un mismo rostro; pero el hecho es que la frase del cuento de Zakariya Tamer le va que ni pintada a este pandemonium: Padre, se te mezclan las lágrimas con los mocos). Va ser mejor cerrar la luz, irse a dormir, suspender la excursión a Figueres por fiebre súbita, entregarse dulcemente a una noche de dolor de cabeza, malas posturas y congestión nasal.

No, si va a tener razón Lyotard: sobrevenido el Apocalipsis, cada una de nuestras conciencias está ya instalada en el Infierno (en el hilarante, por supuesto, a ver si nos vamos a creer que el periplo del hombre occidental alcanza siquiera la altura de la tragedia).

Un poquito de Bebo, es lo que me voy a poner. Cada uno a sus venenos.

Más horas de luz

Siempre nos quedará Porto Santo

Siempre nos quedará Porto Santo Durante las vacaciones volvió a sonar en algún pliegue remoto de mi cerebro la voz ancestral de la especie diciendo que el ser humano tiene su verdadero origen en el agua, que la postura más conveniente a la existencia es la horizontal y que la condición innata del hombre es la de no hacer nada (diga lo que diga Sara). En definitiva: se erigió ante mí la evidencia de que el trabajo es un puto invento calvinista.

¡Pero aquí estoy de nuevo, de pie, sobre el duro asfalto!