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En Babia I

Ayer irrumpió de nuevo en mi vida uno de esos episodios que me asaltan de vez en cuando, que Jose dio en llamar almodovarianos y que tienen como principal causa mi misteriosa capacidad, todavía no se sabe si fatídica o providencial, para atraer a los pájaros más extravagantes que sobrevuelan Barcelona (valga decir que en esta ocasión no fue el asunto tan almodovariano como los que Jose conoció, porque no acabó en la cama de ningún desconocido más o menos entregado a extrañas aficiones). A saber: ayer volví al Babia, bar de bares con musiquita de Paco de Lucía y con esas costillas adobadas que suscitan en mí la más abyecta de las gulas. Allí estaba yo con Marta, que acababa de irse al lavabo, y con las nieblas del vino de la cena ya en los desvanes cerebrales me disponía tranquilamente a atacar el yogur griego que había pedido de postre, cuando alguien a mi espalda solicitó mi atención cogiéndome de un hombro: Perdona, puc fer-vos una foto a tu i a la teva amiga amb aquests nois?
El tipo que hacía la pregunta cámara en ristre --una Canon negra con objetivo igualita a la que mi madre compró en los 70-- era una curiosa mezcla de viejo anarquista catalán, bohemio pirado y borracho decidor de ingenios. O sea: la clase de sujetos a los que a mí me da por seguirles la conversación para asombro e incomodo de todo el que me acompaña. Los chicos en cuestión eran dos jovenzuelos que estaban sentados en la mesa de al lado y que no tenían deseo alguno de hacerse una foto con nosotras, pero a los que el bohemio anarquistoide había decidido meter en camisa de once varas con el fin de obtener un poco de conversación del personal. A mi pregunta de quién quería realmente hacer la foto, uno de ellos (espigado, expresivo, pinta de alma espabilada y con una chispita que le saltaba en los ojos y en las manos: ay, Gemma, ya caíste) decide seguirle la corriente al loco del pelo canoso y contesta que él paga al tal fotógrafo ambulante. Tras vacilar un poco y darme tregua para que pueda meter la cuchara en el yogur, el ingenioso decidor --la cara chupada, barba blanquecina de tres días, los ojos saltones y noblemente grises-- vuelve a la carga. I tu com te dius? Jo, Gemma, i tu? Jo Antoni. Ah, mira, com el meu pare. I de quin barri ets? D'Horta. De quina part d'Horta. De prop del carrer Lloret. I en què traballes. Sóc filòloga; treballo a la Universitat. Aquests dos són molt bons nois. Sí, ja. Aquest es diu Marcos i és arquitecte, i aquell es diu Toni i és metge. Mira tu, un altre Antoni. I quina especialitat fas? Estooooo, Pediatria. Entonces llega Marta y me encuentra metida de pies y manos en el berenjenal; pero ajena a mis súbitas y nuevas amistades, se concentra en su mousse de yogur con salsa de arándanos sin hacer mucho caso a Antoni el anarquista y su camisa de franela a cuadros. Este, no obstante, no ceja en su empeño de conectar universos alejados, y aprovechando mi incapacidad congénita para decir que no, acaba consiguiendo que peguemos nuestra mesa a la del arquitecto y el médico que ni son arquitecto ni médico, sino más bien abogado y psicólogo, mi gozo en un pozo, yo detesto a los psicólogos, seres inmersos en el estudio de los problemas que los aquejan a ellos mismos, y así se lo digo a mi niño de la chispa en las manos, que me ataca con inusitada saña verbal al verse puesto en cuestión. Pero el furibundo apasionado de la fotografía no para de sacarnos fotos a Marta y a mí aunque la cámara ni tiene flash ni lleva película --ah, retratista de aves nocturnas, para qué el carrete si te llevas el alma en la cámara oscura--, y entre puya y puya que él y Marta se lanzan, se dedica constantemente a llamar mi atención revelándome en tono confidencial algún secreto sobre la vida y sus pobladores, por lo que yo no puedo continuar mi guerra privada con el psicólogo gesticulador. El abogado nos cuenta sobre su casa en la Via Laietana, el psicologuito de mis entretelas se lía un porro, el personal va y viene con alegría de la propia vida, han vuelto a poner el disco de Paco de Lucía, nos enteramos de que los dueños del Babia son de Jaén, en algún momento de la conversación me hallo defendiendo mi identidad de charneguita-quilla-de-barrio-e-hija-de-andaluces ante las acusaciones del bohemio anarquistillo de que no conozco la cultura catalana, y entonces este señor envejecido al que sin embargo no le puedo echar los años porque a la luz cálida y decaída del local tiene a veces rostros milenarios, dice que sí, que sí, que en los ojos se me ve, y vuelve a insistir (¡!) en que nos tenemos que ir los dos a la cama un día de estos.

To be continued...

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