El sexto sentido
Se preguntaba José Martínez Ruiz qué clase de progreso era aquel que fundamentaba la felicidad de las generaciones futuras sobre el sacrificio de las presentes. Walter Benjamin lo formulaba de otro modo: todo documento de civilización es al mismo tiempo un documento de barbarie.
Vuelvo a ver El sexto sentido. Anoto algunas cosas: el íntimo transtorno que puede llegar a causar la empatía (not every gift is a blessing); el temblor de la identidad al descubrir que lo más recóndito de ella misma ha cambiado profundamente en algún lugar lejos de su vigilancia; el espectador abocado a revisar toda la narración bajo el designio de la última vuelta de tuerca, súbitamente creadora de un nuevo punto de vista. Pero sobre todo, una inquietud soterrada cuyos vislumbres se dejan ver durante el avance del otro miedo, más evidente: la asunción de que la vida estadounidense se ha desarrollado sobre el fondo sombrío de un continuo dolor. Dolor históricamente prolongado (no es de extrañar que Manoj Night Shyamalan sea también director de El bosque): qué lucidez la de esa escena en que, a la afirmación de Cole de que la escuela había sido antes un lugar donde "colgaban a la gente", el maestro responde que aquel ha sido el emplazamiento de la corte de Philadelphia, lugar de promulgación de algunas de las primeras leyes de la democracia estadounidense. Eso habría hecho las delicias de Walter. Por supuesto, las otras tres notas también pueden leerse bajo el signo de esta última: la pesadumbre inevitable para el que ha entrevisto los destellos del pequeño secreto histórico que late tras la Declaración de los Derechos Humanos; la irreversible sacudida (lo público siempre acaba intimando con lo privado) para el que llega a saber, a reconocerse en la estirpe de los sacrificados.
Vuelvo a ver El sexto sentido. Anoto algunas cosas: el íntimo transtorno que puede llegar a causar la empatía (not every gift is a blessing); el temblor de la identidad al descubrir que lo más recóndito de ella misma ha cambiado profundamente en algún lugar lejos de su vigilancia; el espectador abocado a revisar toda la narración bajo el designio de la última vuelta de tuerca, súbitamente creadora de un nuevo punto de vista. Pero sobre todo, una inquietud soterrada cuyos vislumbres se dejan ver durante el avance del otro miedo, más evidente: la asunción de que la vida estadounidense se ha desarrollado sobre el fondo sombrío de un continuo dolor. Dolor históricamente prolongado (no es de extrañar que Manoj Night Shyamalan sea también director de El bosque): qué lucidez la de esa escena en que, a la afirmación de Cole de que la escuela había sido antes un lugar donde "colgaban a la gente", el maestro responde que aquel ha sido el emplazamiento de la corte de Philadelphia, lugar de promulgación de algunas de las primeras leyes de la democracia estadounidense. Eso habría hecho las delicias de Walter. Por supuesto, las otras tres notas también pueden leerse bajo el signo de esta última: la pesadumbre inevitable para el que ha entrevisto los destellos del pequeño secreto histórico que late tras la Declaración de los Derechos Humanos; la irreversible sacudida (lo público siempre acaba intimando con lo privado) para el que llega a saber, a reconocerse en la estirpe de los sacrificados.
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