Oh ruiseñor en la nieve
Está Cernuda bebiendo del influjo valéryano en la poesía española --a través de Guillén y de Salinas, grandes popes que marcan el paso de los más jóvenes con esos poemas a los que, según frase certera de Julia, se les ven todas las aristas--, y aun haciendo sus primeros pinitos en la poética al uso, no puede menos que sentir frío. Sí señores: Cernuda siente frío entre tanta claridad y tanta cosmogonía y tanto pleno mediodía. Se ha dicho que Perfil del aire, del 27, fue una obra guilleniana (opinión que cabreó indeciblemente a Cernuda, por cierto); y sin embargo la ética que sostiene el primer libro del poeta sevillano no puede formularse sino como una contestación a Guillén: ’que sí, que sí, maestro, que la existencia es hermosa y la creación es perfecta y que el cosmos gira armónica y pitagóricamente; pero que mi reino es de este mundo --aunque en este mundo yo sea el exiliado--, que si "la tierra gira" lo hace dentro de un ritmo impalpable a no ser que se lo escuche en el latido humano, que "soy memoria de hombre" y "luego nada", que si la vida destila esa plenitud de perfiles metafísicos, yo me pregunto por el labio concreto que será motivo de mi celebración, y que por tanto te dejes de historias y me muestres el cuerpo en que amaré la realidad’. Ese impulso irrenunciable explica la incomodidad de Cernuda al marchar por los cauces del primer 27, aquellos que se proponían tender una red formal químicamente pura a la intuición poética para sustraerla al paso del tiempo (con el riesgo de entregarla para siempre a los dominios de lo glacial). Ese impulso explica también que Cernuda se encontrase después a sus anchas en el lenguaje surrealista. De ese impulso y de su frustración surge inevitablemente --y el adverbio no es gratuito-- toda la poesía cernudiana.
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