Osetia
Entre el vacilante número de muertos, la intervención de no se sabe si las fuerzas policiales o las milicias civiles, y la dudosa identidad de ese por lo visto único terrorista cuyas confesiones escritas por quién se retransmiten en televisión, entre todo ese marasmo confuso, solo hay un gigante que se levanta con una evidencia perfectamente definida sobre cada entierro. No voy a decir el nombre aquí porque ya está muy dicho en los telediarios y va a acabar por perder cualquier sentido, y porque la medida de la mordedura es tanta que se queda casi sin palabra que alcance. Sí diré, no obstante, que lo único que de todo esto puede intuirse es que el mundo no debiera dividirse elegantemente --se comprende: el señor Huntington es de Harvard-- entre civilización occidental y civilización islámica; sino que las diferencias ideológicas sostenidas por los habitantes del planeta deberían clasificarse según un criterio más pedestre, más áspero y descastado: de una parte, los locos poseídos de esa especie de furor nihilista que parece aquejarles; de otra, el pedazo de mundo que recibe las consecuencias. Negádmelo. Negadme que la frase de Vladimir --"la debilidad mata"-- no podrían pronunciarla George y Ossama sin que se les moviera un pelo.
Hace cosa de un mes escuchaba en BTV a Raphael Sorin --el editor de ese prodigio de lucidez histriónica llamado Michel Houellebecq-- hablando sobre las Torres Gemelas. Describía la época que le había tocado vivir --esta, esta, mis queridos-- como una vigencia del apocalipsis. Y lo asumía con el mismo gesto impertérrito con que antes se había referido al aburrimiento de su infancia o a las contradicciones del 68. Eso me estremeció; porque decía mucho de hasta qué punto tenía asumido ese desquiciamiento como diagnóstico certero sobre el mundo.
A medida que se multiplica el número de lugares en que es posible morir a causa de no pintar un pimiento en la feria de los locos, el escalofrío se me está convirtiendo, a mí también, en una cotidiana corroboración de las páginas de San Juan.
Hace cosa de un mes escuchaba en BTV a Raphael Sorin --el editor de ese prodigio de lucidez histriónica llamado Michel Houellebecq-- hablando sobre las Torres Gemelas. Describía la época que le había tocado vivir --esta, esta, mis queridos-- como una vigencia del apocalipsis. Y lo asumía con el mismo gesto impertérrito con que antes se había referido al aburrimiento de su infancia o a las contradicciones del 68. Eso me estremeció; porque decía mucho de hasta qué punto tenía asumido ese desquiciamiento como diagnóstico certero sobre el mundo.
A medida que se multiplica el número de lugares en que es posible morir a causa de no pintar un pimiento en la feria de los locos, el escalofrío se me está convirtiendo, a mí también, en una cotidiana corroboración de las páginas de San Juan.
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