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aunqueseaceniza

El sueño

La noche en que me fui de casa de M. soñé que yo era maestra de un grupo de niños que vivían en el arrabal de una ciudad industrial. Eran una panda de golfos malcarados y contestones, y me recuerdo echándoles una bronca: "¡¡Pues si no queréis leer a Cernuda, vais listos en esta vida!!" --frase que contiene una gran verdad, pero poco apropiada, por otra lado, para que dejase algún tipo de poso en unas tiernas y socialmente determinadas cabecitas de entre 10 y 13 años, como mucho. El caso es que volviendo yo a mi casa entre raídos bloques de pisos y descampados a los que habían arribado restos de diversos naufragios metalúrgicos, una pandilla de mocosos empieza a meterse conmigo. Un grupo de ellos comienza una persecución que uno tras otro va abandonando a mitad de camino, por el cansancio o porque su atención queda prendida en alguna de las menudencias arrumbadas en la calle, y en torno a la cual inician alguna clase de juego recién inventado para el caso. Todos dejan la carrera menos uno: un chiquito rubio, encantador --de serpientes: cómo interpretar esa turbadora inteligencia de sus ojos--, que debe de andar por los 12 años y tiene un aire a mi primo A. cuando cumplió los 6. Hay un momento en que, perseguida todavía por él, trepo por un muro o una elevación de terreno o una valla metálica. Miro hacia abajo justo en el instante en que con los brazos he alcanzado la parte de arriba. Una pierna me queda todavía al alcance del niño, que ha subido tras de mí. El crío me mira con una sonrisa perversamente cómplice. "Tira de mí", parece decirme, "sálvame a mí, yo dejaré que me enseñes a Cernuda", parece prometer. Entonces un instintivo reclamo de supervivencia me grita en la cabeza con una firmeza inusitada que se apodera de todos mis actos: le doy una patada al niño en la cara, y ese mismo movimiento infame me ayuda definitivamente a encaramarme sobre la superficie de la elevación, y corro, corro, corro por la llanura despejada y yerma que se abre ante mí.

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tú -

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