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La basura es mía

Nuestra carrera hacia la necedad acelera meteóricamente. Se diría que eso del desarrollo mental del Homo Sapiens no es más que un espejismo de nuestro cerebro reptil, que juega a ser consciente pero sigue chapoteando en el barro del pantano. Solo así me explico que la especie clase media del género humano pueda sentir tanta estima por su basura. Por no hablar de la inteligencia de quien fabrica y sirve semejante melodrama periodístico: ay del vecino confiado, trabajador cumplido, que al final de su jornada deja sus indefensas escarpicias al desamparo de la noche, para que vengan unos desalmados bellacos a robar lo que él ha desechado con el sudor de su frente. Me saco el sombrero: extender la ley de propiedad privada a la basura es el sumum del derecho liberal. No digamos ya que esa propiedad particular se convierta en pública tan solo dejar la bolsa en el contenedor: cuánto ha avanzado el Estado de bienestar. Estoy maravillada y llena de estupor.

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Al borde de la industrialización, nuestros ancestros vallaron las tierras comunales y las declararon propiedad privada. Se anuló legalmente la posibilidad de que no padecieran hambre las clases más pobres, que tenían derecho a usufructuar esas tierras. Era necesario crear los contingentes del trabajo, y el hambre era lo único que podía obligar a los ociosos a doblar el lomo. Pero apuesto a que nadie pensó que no solo los bienes, sino que también los desperdicios podían ser objeto de propiedad privada. Han tenido que transcurrir siglos de progreso para que el derecho liberal alcance su culmen y se cierre el brazo de la ley en torno al cuello de los holgazanes. Hoy, cuando los vagos y maleantes no disponen de otras tierras comunales que aquellas en que se espiga la mierda, hay que privatizar los vertederos. Qué grande es el espíritu humano: constantemente vuelve sobre sus pasos y perfecciona la ruindad de la Historia.

 

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